Jul 012012
 

Aunque la Constitución habla de democracia avanzada y proclama el voto igual y de representación proporcional, la realidad es bien distinta. La actual ley electoral, una mala mezcla de los sistemas mayoritario y proporcional no ayuda al avance de la democracia: los votos en algunas provincias valen hasta cinco veces más que los de otras. No guarda la proporción ni el mero orden en que los votantes colocan a los partidos. Alienta la descohesión de las ideas, propicia la fragmentación territorial y la continua discusión sobre aspectos localistas, que enmascaran y distraen de problemas más serios, vaciando de significado a su vez al Senado. Castiga la llegada de propuestas alternativas y visiones políticas nuevas, propicia una visión decimonónica de la sociedad, sesgando hacia las áreas más despobladas en detrimento de las grandes urbes. Ocurre que el sufragio acaba siendo en realidad desigual y no universal, tirando a la basura millones de votos en cada elección, no respetando ni representando el voto en blanco y viciando y condicionando, a causa del efecto del “voto útil”, la elección directa de lo que los electores desean. 

La “realimentación” elección tras elección va agravando cada vez más esos efectos indeseados, llevando a una grave crisis de representatividad donde los ciudadanos no nos sentimos representados, deslegitimándose peligrosamente la propia democracia. Hay una ausencia preocupante de contrapesos, la propia Constitución dificulta las iniciativas populares, exigiendo medio millón de firmas para luego dejar fuera los temas importantes y por último mencionando que los referéndums sólo tienen carácter consultivo. Tampoco otros poderes pueden actuar de contrapeso pues los tres; legislativo, ejecutivo y judicial, tienen el mismo origen y provienen de la misma extracción social, los asientos que calienta el poder del dinero.

Por si fuera poco, hace pocos años, los “grandes” partidos (PP PSOE CiU, PNV) han cambiado, a escondidas y por la puerta falsa, la ley electoral dificultando la presentación de los partidos “no parlamentarios” a las elecciones, exigiendo cantidad de firmas únicas ante fedatarios públicos, lo que de facto es un impedimento económico a la par que atenta gravemente con el carácter secreto del voto y la opción política de los ciudadanos.

Dado los periodos dilatados (4 años) entre elección y elección y la ausencia de leyes de responsabilidad política que protejan a la ciudadanía del incumplimiento de las promesas electorales, la traición a los votantes campa a sus anchas en un sistema donde la oscura financiación de los partidos políticos parece que redunda en que estos trabajen para sus acreedores, (y no para los ciudadanos) devolviéndoles favores, ajustando, haciendo reformas que les benefician privatizando los recursos y el patrimonio de todos y entregándolo sin ninguna vergüenza a intereses ajenos de poderes y círculos que nadie ha votado.

En este orden de cosas, hay mucho trabajo por hacer. ¿Qué sentido tiene hoy dejarlo todo en la representación y en un parlamentarismo que se centra en “sensibilidades de grupo” más que en ideas concretas? ¿Qué sentido tiene no empezar a desarrollar una democracia avanzada (y directa) tal y como reza la propia Constitución en su preámbulo? Hay que empezar por denunciar esta situación esclareciendo sobre estas cuestiones y abriendo el futuro a un amplio abanico de novedosas propuestas, acordes con nuestro tiempo, y hoy posibles gracias al avance de la tecnología de la información, y aplicables si realmente hay voluntad de cambio, que nos devuelvan la dignidad humana de la democracia secuestrada por mecanismos anquilosados, y por otra parte interesadamente inmovilistas. O la democracia se reinventa o nos vamos todos por el sumidero de la dictadura ya desprovista de caretas. Sin duda que en estos momentos de cambio, los pueblos quieren avanzar por el camino ascendente de la inteligencia colectiva, del consenso, y no por el otro, y mejor antes que después.

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